Viaje por Italia por A. de Azcarraga (18)

Capitulo XII: "La autostrada del Sole". Paso por Nápoles. Sobre los aqruitectos e Ingenieros. La "esterofilia". Pompeya, la ciudad desenterradada. El arte de vivir.

Salimos de Roma en el coche de mis nuevos amigos; un coche deportivo de un solo pero amplio y comodo asiento...

... John iba al volante; su mujer le pasaba de vez en cuando los cigarrillos encendidos.
--Rodamos por la via Appia – dijo John--. Este primer tramo está asentado sobre la célebre calzada romana.
--¡Cuánto duran las cosas! – exclamo Harriet.

Un castizo hubiera comentado: "Eso es según" porque ha habido cosas y bien imponentes – el Coloso de Rodas, el Imperio de Gengis Kan y tantas otras – de las que no queda ni rastro. De los romanos, lo único que perdura vigente es su derecho y las calzadas. El derecho – un derecho duro, para ricos propietarios—empieza ya, afortunadamente, a averiarse; las calzadas, por el contrario, fueron todas muy ampliadas y mejoradas.

John manifestada gran admiración por el Imperio Romano, admiración a la que sospecho contribuía su condición de inglés y el haber sido oficial de ingenieros en la última guerra.
---Acepto su opinión—me decía-- de que los romanos fueran poco artistas. Pero como constructores y como organizadores militares fueron extraordinarios. Sus ingenieros edificaron puentes de los que aún quedan muchos en servicio, y tejieron una red de calzadas que envolvía por completo el Mediterráneo y se extendía aún más allá: en Londres la encrucijada de Marble Arch, donde actúan los oradores, era el lugar de encuentro de dos vías romanas. Y en las legiones supieron mantener un espíritu y una disciplina admirables. El ejército y las calzadas crearon y sostuvieron el Imperio; cuando el ejército decayó y las calzadas se estropearon, todo se vino abajo.

Rodando sin parar, habíamos visto y perdido de vista Cinecitta, Castel Gandolfo, las viñas de Frascati...

Corríamos por la moderna Autostrada del Sole, doscientos kilómetros de cuidada autopista que une Roma a Nápoles. Los taludes que a trechos la bordean estaban recubiertos con tela metálica; la pista ofrecía tres bandas en cada dirección, separadas por una faja central plantada de flores. Trabajando sobre este jardincillo , veíamos de vez en cuando equipos de muchachas, todas uniformadas con pantalones y blusas de color naranja fluorescente para hacerse mas visibles a los vehículos.
La auto pista tiene algunas salidas y escasísimas entradas. Los caminos secundarios que la cruzan, al llegar a ella, se encabritan para convertirse en puentes, bajo los cuales nos deslizábamos. Tales características y la posibilidad de adelantamientos en curvas y rasantes, permiten alcanzar allí una media horaria muy alta. John, además, pisaba bien el acelerador. Cruzamos ante Montecassino, la famosa abadía en cuya reconstrucción han colaborado todos los que allí lucharon como enemigos.

---Que barbaros son los hombres – dijo Harriet --. ¿No hubiera sido mejor ponerse de acuerdo para no destruirla?
---Y las mujeres, que limitadas---dijo John sonriendo ---. No tenéis sentido histórico.
--Y los ingleses que mables—retruco ella--. Debías hacer un viaje por España para aprender cortesía de los españoles.
--Mi mujer dice siempre—me aclaro John—que los españoles son los hombres más amables y educados del mundo. Yo no conozco España...
¿Los más educados? –dije yo--. Es muy grato este juicio. Pero no sé; no estoy nada seguro. Tal vez sea así con las extranjeras.

Luego de bordear unas huertas pasamos ante Capua y nos detuvimos a desayunar en una deslumbrante cafetería atendida por una docena de lindas jovencitas. John paseo sobre ellas una larga mirada y después declaro:
---Ahora comprendo las delicias de Capua...
Al subir de nuevo al auto cogió el volante Harriet. Si su marido corría, ella volaba.
--¿No vanos demasiado aprisa?—sugerí al observar que el cuentakilómetros marcaba ciento treinta.
--En estas carreteras ir a ciento treinta es como ir a sesenta en las de España –me dijo sonriendo.
--Le aconsejo resignación –murmuro John--. La prudencia y la mujer son entidades heterogéneas. Y la mía, además, tiene sangre de vikingo.
Habíamos salido de Roma a las ocho y llegábamos sobre las diez a Nápoles. John volvió a tomar el volante y dimos una vuelta por la ciudad sin bajar del coche más que para beber una cerveza. Había que llegar a Pompeya a la hora de comer y visitar después las excavaciones; y antes quería Harriet detenerse en Torre del Greco para comprar unos corales.

El puerto de Nápoles, muy activo, mostraba todavía señales de los bombardeos, que debieron ser intensos a juzgar por las muchas construcciones nuevas. Estas casas modernas como la mayoría que se hacen en España, eran de una aplastante vulgaridad. Me refiero a las fachadas, que es lo visible. En su interior las casas modernas suelen tener una distribución más racional que las antiguas; y al menos dos habitaciones, la cocina, el cuarto de baño, casi siempre están bien. Nuestra época es, técnicamente, superior a las pasadas y todo lo que se relacione con la técnica, culinaria o higiénica, tiene grandes probabilidades de ser mejor.

Pero, en lo que a estética se refiere, es otro cantar. En este punto nuestra época es decididamente ramplona, y su manifestación más palmaria son las fachadas de las casas.
(...) Lo gracioso es que casi todos los grandes arquitectos del Renacimiento, a los que, de vivir hoy, los nuestros les habrían perseguido por intrusismo, no se habían preparado especialmente para tal profesión. Bramante, Rafael, Peruzzi, se juzgaban pintores; Leonardo, ingeniero; Miguel Angel, escultor; Brunelleschi empezó también como escultor... No sé lo que hubieran hecho hoy; lo que si se es que los arquitectos modernos nos están estropeando las ciudades. Y en España, ahora, hasta las playas. Los rascacielos de apartamentos que surgen como hongos con el florecimiento del turismo, acabaran por destruir la estética de nuestro litoral.

(...) Salvo en las vías importantes, en todas las calles había ropa tendida: en las ventanas enrejadas, en los balcones, en cuerdas que cruzaban la calzada. Prendas externas e interiores, blancas y de color, adquirían extraña humanidad al hincharse y balancearse sobre los transeúntes. Muchos balcones exhibían también unos meloncitos amarillos, dispuestos en guirnaldas, que recordaban las orlas cerámicas de Della Robbia.

Aquel empavesado de las calles y la exuberante vivacidad napolitana daban a la ciudad un aire de verbena, de fiesta mayor. Estábamos en la región del dolce far niente, del bel canto y del ballo –la Andalucia de Italia. Aunque del dolce far niente de esta regiones mediterráneas haya mucho que hablar, sobre todo ahora en que tantos anglosajones y germanos concluyen su tarea semanal al mediodía del viernes.
(...) Al fin salimos por el otro extremo de la ciudad y entonces musitó John:
--Ya podemos morirnos.
--¿Cómo?
--Que ya podemos morirnos. Vedere Napoli e poi morire...
--No, no –protesto Harriet--. Cruzar una ciudad en auto no es verla.
Era cierto; y yo sentí pena de no quedarme a curiosear un poco por allí. Me ocurre siempre que cruzo de este modo una ciudad; y en aquella ocasión tenía más motivo. Nápoles se halla muy ligada a nuestra historia y siempre fue muy bienamada de los españoles. Tirso de Molina decía en su Burlador:

Nápoles, tan excelente,

por Sevilla solamente

se puede, amigo, dejar.

Y Cervantes, cuyo acusado italianismo en vida y obras está por estudiar, aseguraba que era a la mejor ciudad de Europa y aun del mundo.
Íbamos ahora por la primera autopista que se trazó en Italia, la que va de Nápoles a Salerno, menos ancha que la del Sol. A nuestra izquierda se elevaba majestuoso el Vesubio (...). Poco tiempo después llegábamos a Torre del Greco, una ciudad acreditada de antiguo en la manipulación del coral.

(...) Seguimos ruta hacia Pompeya. A nuestra derecha se extendía el Golfo de Nápoles, de un limpio azul turquesa, y ya eran perfectamente visibles la península de Sorrento y la isla de Capri.
Entramos en Pompeya al mediodía y almorzamos en un hotel grande, rebosante de turistas llegados en autocar. Los camareros plantaban en cada mesa la bandera del país de los comensales. Para la nuestra hubo banderas británica y sueca; pero, pese a que Harriet la reclamo, no pudieron colocar la de España. No la había; lo que me pareció indicio evidente de la escasa afluencia de españoles en aquellos lugares.

Pero la ausencia de nuestra bandera no impidió los repetidos brindis de mis amigos por España con Lacrima Christi, el vino de las vides del pie del Vesubio, a los que correspondí elevando mi copa por Suecia e Inglaterra. En las pausas hablábamos de Pompeya; John era aficionado a la historia antigua.

La ciudad de Pompeya, al ser sometida a Roma, aumento en lujo y prosperidad y se puso de moda entre los romanos. Salustio vivió en ella; Cicerón escribió aquí varios de sus libros. En el año 63 de nuestra era, un terremoto derrumbo un buen número de edificios. Pero como la fuerza expansiva de los gases no llegó a romper la corteza del Vesubio, nadie asoció el fenómeno a este monte, de cuyo volcán –que tuvo ya actividad en la prehistoria—no se tenía la menor noticia.
El Vesubio, cubierto entonces de bosques y viñedos, parecía un vecino de confianza. Y la gente, siempre aficionada a lo maravilloso, atribuyo el fenómeno a luchas de gigantes subterráneos. Era una explicación sobrenatural y grotesca, de las que tranquilizan a la gente.

Años mas tarde, en el verano del 79, se produjo un segundo y moderado temblor. Los gigantes despertaban de nuevo, y miles de personas –eterna falacia del testimonio humano—aseguraron haberlos visto sobre la montaña y en el mar. Este leve temblor y el sordo ruido cesaron pronto, y renació la tranquilidad. Solo los perros continuaron inquietos y aullando.
La catástrofe sobrevino cuatro días después, en una mañana de magnifico sol.

Tras un horrible estampido, el Vesubio empezó a arrojar fuego y el cielo agua. También caían cenizas y piedras –lapilli—con tal densidad que ocultaron el sol.
(...) En Pompeya, no amenazada oír la lava, la gente solo trato de resguardarse bajo techado de la lluvia de cenizas y lapilli que creyeron sería transitoria; y eso fue lo que les perdió.
(...sigue)