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REGISTRO DE OBRAS

Viaje por Italia por A. de Azcárraga (15)

En las termas de Diocleciano. –La escultura griega y Unamuno. –El hombre como heredero y destructor.

«Todo pasa en la vida, todo es nada...»

Esta frase del viejo poema hindú me la repetía yo una mañana en Roma, en la plaza de Venecia, mirando los balcones de un palacio que hace siglos fue residencia de papas; un gran palacio de fábrica medieval ya templada por la elegancia del Renacimiento. Allí tuvo también su despacho Benito Mussolini, y desde esos balcones lanzaba aquellas fogosas arengas que conmovían a las cancillerías y hoy no recuerda nadie. Ahora el palacio es un museo, sin apenas visitantes, dedicado a las artes decorativas y en el que acababa de ver una colección de estatuillas de bronce y terracota; pequeñas pero notables piezas en las que el espíritu renacentista vertía sus sentimientos más delicados.

Todo pasa... También las Termas de Diocleciano, centro de esplendor y bullicio en su tiempo, son hoy un silencioso y casi ascético museo de escultura. Arrancados los mosaicos y mármoles que revestían sus paredes, vaciados sus nichos de los numerosos dioses que cobijaban, desaparecidos jardines, piscinas y palestras, estos antiguos baños públicos solo pueden ofrecernos un pobre reflejo de lo que fueron: los suntuosos lugares que más gustaban de frecuentar los romanos y cuyo acceso era asequible incluso a los ciudadanos más modestos. Los mismos emperadores iban allí para aumentar su popularidad, como hoy van al rugby o al futbol muchos jefes de Estado.

El origen de estos edificios, según su nombre revela, es griego: los romanos fueron escasamente innovadores. Pero las Termas de Diocleciano, como las de Caracalla y otras que visité, muestran la tendencia colosalista imperial: sus muros tienes espesores de dos y tres metros, y algunas de sus salas alcanzan la increíble anchura de un centenar. Es estas inmensas salas, alineados y clasificados, contemplé fragmentos de mosaicos, sarcófagos romanos y paleocristianos, y una soberbia e inacabable procesión de esculturas romanas y griegas o de copias romanas de otras griegas que se perdieron: el Discóbolo, la Venus de Cirene, la de Doidalsas...

Unido a las Termas y formando parte del museo, hay un viejo convento cuyo claustro guarda la famosa colección del cardenal Ludovisi, la que estudio y clasifico Winkelman, el padre de la historia del arte. La obra ante la que más largamente me detuve fueron los relieves del llamado Trono Ludovisi, estupendo testimonio de la figura y delicadeza que alcanzo el arte griego en el siglo de Pericles. Son relieves que no parecen cincelados, sino acariciados y, en las líneas de pliegues y perfiles, levemente arañados con las uñas.

Aunque este museo se llame Nacional Romano, lo mejor y más importante de él son las esculturas griegas. Si a ellas se añade las que ya había visto en el museo Capitolino y otros lugares, y las que después vería en el Vaticano, el conjunto resulta masivo, impresionante. Y, sin embargo, tal acumulación es un mínimo residuo de las esculturas que llego a tener Roma tras el despojo del mundo griego; escritores latinos de aquel tiempo decían que la población de estatuas de Roma era tan numerosa como su población civil.

El helenismo había logrado imponerse pese a la resistencia de los eternos xenófobos del género Catón –ese tipo tan encomiado, y para mi siniestro, que recomendaba la venta de los esclavos ancianos porque el trabajo que rendían no compensaba su alimentación –. La Grecia vencida, como reconocía Horacio, había conquistado espiritualmente a la Roma vencedora, y el propio Cicerón confesaba la superioridad de los griegos, aunque reservando para los romanos la primacía en moral y tradiciones – las «sacrosantas y veneradas» que esgrimen todos los que sienten superados–. Aun hoy seguimos regateando a Grecia lo que es suyo, pues lo que llamamos latinidad es, en sus tres cuartas partes, helenismo.

Concretándome a la escultura griega del Capitolino y de las Termas, lo que en ella encontré más admirable fue también, como en la escultura florentina, su difícil y perfectísimo equilibrio, esta vez entre realismo y abstracción. Allí pude advertir muy bien que las estatuas griegas, las del periodo clásico, son todas naturalistas, pero no individualizadas, o dicho inversamente, son obras idealizadas, pero con fuerte apoyo en la realidad.

La escultura griega tuvo por tema la representación de dioses. Incluso con su sensualidad, el arte griego fue, aunque hoy nos cueste verlo, un arte religioso; y arte religioso, tampoco hay que olvidarlo, de una religión antropomórfica. Los dioses, por tanto, eran concebidos humanamente, y de ahí su naturalismo; pero sin dejar de ser dioses, y de ahí su idealización.

La perfecta síntesis de ambos componentes en la estatuaria griega dio como feliz resultante su serenidad, su clasicismo –que es y será ya para siempre el clasicismo por antonomasia–. Cuando los griegos, en el periodo helenístico, empezaron a perder su fe, el equilibrio se descompuso en favor del naturalismo.

Grecia no considero el cuerpo humano, como después haría el Cristianismo, materia despreciable y origen de todo mal. ¡Como juzgar el cuerpo así cuando los dioses lo poseían también! Los griegos glorificaban el cuerpo, todo el cuerpo. Por eso no tallaron la pupila a los ojos ni acentuaron los rasgos del semblante, para evitar que se concentrara la vida en la cabeza y quedaran inertes tronco y extremidades, que ellos juzgaban de igual valor.

Los griegos exaltaron la vida total. Hoy, dado que el pecado y la preocupación de la muerte constituyen la esencia de las vigentes religiones, los griegos serian tenidos por muy poco religiosos. A ellos les importaba solo gozar la vida en su plenitud; la muerte la juzgaba un final irremediable al que había que someterse dignamente, pero en lo que más valía no pensar. Unamuno, profesor de griego, fue por las razones que digo lo más antihelénico que cabe imaginarse.

Siento por el buen rector de Salamanca una considerable y sincera admiración; pero esa rebelión suya contra la muerte, esa su empecinada negativa a aceptarla, su no querer «dimitir» como el decía, de la vida; toda su interminable pataleta en este asunto, a más de perfectamente inútil, la encontré siempre poco lógica. Si a Unamuno le parecía absurdo el tener que acabar, sin desearlo, un cierto día, ¿por qué no considero igualmente absurdo que otro día ya pretérito, y también forzosamente sin quererlo –puesto que aún no podía querer–, empezara a vivir?

Frente a la muerte, la postura griega –como, por otras razones, la cristiana o la hindú– era mucho más sensata que la unamunesca.

La vida puede aceptarse o no, pero íntegramente, sin hacer distingos que son ociosos en la práctica y, racionalmente, puro contrasentido. El que acepta la vida, acepta simultáneamente la muerte, porque solo lo que no vive no se muere; más aún, si no existiera la muerte, nuestra vida sería otra cosa, pero no vida –o por vida entenderíamos algo por completo diferente–. Y la vida que a Unamuno le importaba era esta que tenemos, de la que es parte esencial algo por completo diferente–. Y la vida que a Unamuno le importaba era esta que tenemos, de la que es parte esencial e intrínseca la muerte, y que sin ella no sería –como la luz resultaría impensable de no existir la oscuridad–.

El que rechaza la muerte debe, pues, si es consecuente, rechazar también la vida –y nada hay que esté más al alcance de mano–. Y aun añadiré, como postrera consideración, que el valor o el miedo frente a la muerte es asunto personal, perfectamente respetable; pero que la constante exhibición de nuestra intima actitud, impávida o empavorecida, no me parece espectáculo interesante y, si me apuran, ni siquiera decoroso.

Aparte estas reflexiones más o menos congruentes, la contemplación, en lugares como las Termas, de tantas obras de la Antigüedad, posee la virtud de despertar nuestra dormida conciencia de herederos del pasado. Todos los hombres somos herederos, y muy ricos herederos –aunque personalmente no tengamos dos reales– de las generaciones que nos han precedido sobre la tierra. Todas estas bellezas que podemos contemplar, todos los hermosos libros que podemos leer, casi todo lo que sabemos, son parte de esta herencia. Una parte tan solo; porque hay otros infinitos bienes que también nos legaron los antepasados: los puertos y carreteras, las plazas y jardines de que disfrutamos y los descubrimientos e invenciones de que nos servimos...

Hoy, un ciudadano de nivel medio no puede, claro está, comparar su poder con el de Felipe II; pero vive en mejores condiciones que vivió este rey. Su casa está más caldeada, mejor iluminada por la noche, duerme en un lecho más cómodo, tiene más variada e higiénica alimentación y, si quiere trasladarse de Madrid a El Escorial, lo hace más confortablemente y en mucho menos tiempo que aquel poderoso rey, que necesitaba dos jornadas para ese viaje y terminaba molido.
No hay que acudir, pues, a sutilezas psicoanalíticas para que el antiguo culto a los lares y penates, la ya perdida veneración a los antepasados sea una cosa perfectamente comprensible.

Pero el hombre es también un ser ferozmente destructivo. Las guerras, el fanatismo y el mero gusto de la destrucción han aniquilado muchas obras, infinitamente más de las que se conservan. Todos los museos del mundo serian de una ridícula insuficiencia para contener todas las obras de arte que los cristianos destruyeron a los paganos y los musulmanes a los cristianos, las destrozadas por los iconoclastas de la Edad Media o por los reformistas protestantes, o por simple energúmenos, como aquel Médicis de la rama popular, Lorenzino, que solo por llamar la atención decapitaba las estatuas antiguas de Roma.

Algunas veces, el hombre ha destruido bellas cosas para fabricar otras también bellas. El bosque de columnas de la mezquita de Córdoba es el resultado del pillaje de monumentos por todo el Mediterráneo; los mármoles que recubren la basílica veneciana de San Marcos son también producto del saqueo. El palacio de la plaza de Venecia de que antes hablaba se edificó con la piedra que le falta al Coliseo; el palacio Barberini, con la extraída del Foro. Los más de los antiguos monumentos romanos no están hoy en ruinas por la injuria del tiempo, sino por la rapacidad de los hombres, que los utilizaban de cantera. Y entre estos hombres cabe destaca a los muy cultos e inteligentes –pues lo eran– miembros de la familia Barberini, los del palacio de su nombre, que dieron lugar a la conocida frase: «Lo que no hicieron los barbaros lo hicieron los Barberini»

También las columnas salomónicas del baldaquino de San Pedro las fabrico Bernini fundiendo los bronces que Urbano VIII, papa de la familia Barberini, hizo arrancar del Panteón, monumento el más grandioso y, pese a tal despojo, mejor conservado de Roma.

Me enteré de ese detalle, al visitarlo, por las explicaciones que escuché en el aparato parlante. Y como la descripción del Panteón merece algún espacio, abriré para él nuevo capítulo.

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