Viaje por Italia por A. de Azcárraga (13)

(...)

Pero a lo largo de mi viaje he visto turistas de cualquier edad y de todas las nacionalidades.

Aquellos buenos tiempos, buenos para los ingleses, en que ellos eran los únicos turistas que se veía por el mundo –en España, "un inglés" era sinónimo de turista—han pasado definitivamente.

Una soleada mañana subí al Capitolio, una de las siete colinas que quedaron dentro del recinto amurallado por Servio Tulio. Hoy, a consecuencia del crecimiento demográfico, Roma ocupa ya doce colinas: pero las añadidas son advenedizas, sin distinción. Las aristocráticas y con genealogía son aquellas siete, y la más célebre de todas las del Capitolio, centro religioso de la antigua Roma.

La plaza del Capitolio con su soberbia escalinata y los clásicos edificios que la limitan, tiene la nobleza de quien la proyecto, Miguel Ángel. Y hay que agradecer a la ignorancia humana el que la estatua de Marco Aurelio, única estatua imperial ecuestre que subsiste, pueda hoy presidir dignamente esta plaza.

Durante toda la Edad Media estuvo colocada ante la basílica de Letrán y allí fue reverenciada como imagen del emperador Constantino, a quien se tenía por santo. Creencia doblemente equivocada, porque si el violento Constantino favoreció a los cristianos fue por creer que así reforzaría al Imperio, igual que antes Diocleciano había intentado con el mismo fin restaurar el paganismo.

El afortunado error permitió a nuestro Marco Aurelio seguir cabalgando, a través de los siglos, sobre su mezquino caballejo. Aunque no sea tan mezquino y solo lo parezca porque los pies del jinete, sin estribos, cuelgan muy por debajo de la cabalgadura. Un detalle apropiado, por lo demás, pues presta al emperador un aire de dejadez uy a tono con el estoicismo que profesaba.

A un lado de esta plaza está el palacio del Conservatorio, que guarda famosas esculturas, entre ellas el conocido tótem de Roma, la Loba etrusca, a la que un escultor del Renacimiento añadió la pareja de mellizos fundadores. Añadido que, estilísticamente desentona, ya no querríamos ver eliminado. La obra que más me impresiono allí fue un mutilado caballo de bronce atribuido a Lisipo; asombroso animal en el que parece haber haberse concentrado toda la belleza del genero equino y que incitaba a dar sobre él una buena galopada.

Al otro lado está el museo Capitolio, con su rica colección de esculturas egipcias, griegas y romanas. Lo griego es lo mejor: pero como de ello tendré que hablar más adelante, aludiré ahora tan solo al centenar de bustos de filósofos y emperadores. El busto fue una creación romana. A los griegos, con su concepto indivisible del hombre, este género de escultura les hubiera parecido una monstruosa mutilación. Pero con el los romanos perfeccionaron el arte del retrato, al que propendía naturalmente su espíritu realista –pues el retrato tiene que ser realista o no es retrato.

Sin embargo, buen número de las cabezas existente en el museo del Capitolio resultan blandas y poco expresivas, por la tendencia aduladora del escultor. Las de los filósofos tiene más interés que las de los emperadores: el pensamiento marca el semblante más favorablemente que la ambición y, además, el escultor se consideraría con los filósofos menos obligado a la lisonja.

Pero entre las cabezas imperiales las había también individualizadas y con carácter, como la de Tiberio; o la de su esposa Julia, una dama de perfil inteligente y dominador y de la que un ujier sin respetos imperiales decía a los visitantes:
--Fu una donna un po' capricciosa...
Un juicio benevolente al fin y al cabo; nuestro doctor Marañón, más caustico la llamo "heroína de la poliandria".
También vi allí y me pareció una cabeza de indudable valor, la del cónsul Agripa, anterior esposo de Julia –y segundo de la lista oficial—y el que ordeno construir o restaurar, no recuerdo ahora, el Panteón, monumento que visitaría al día siguiente
Antes de abandonar el museo lo invadió un grupo con el espíritu de los ostrogodos de Alarico.

Era el ruidoso grupo de mi hotel, chofer incluido, que me aturdió durante el rato que necesite para terminar de ver estos bustos.
(...) Salía ya del museo cuando oí exclamar al chofer, que con una bella señora de ojos aindiados contemplaba el busto de la emperatriz Julia:
--¡Anda la osa! Parece talmente que se ha hecho una ondulación de bigudises...

Más tarde he sabido que ese busto no es de la esposa de Tiberio, como afirmaba el ujier. Se trata de otra Julia, hija del emperador Septimio Severo; y aun esta identificación es simple conjetura.

Aquel día no quise volver a almorzar al hotel, y no ya por los huéspedes, sino porque se comía horriblemente mal.

Lo anoto porque es el único hotel del que quede descontento en todo el viaje. Pregunte pues a un guardia urbano por alguna trattoria próxima y me dio la dirección de una, añadiendo esta reserva circunspecta:

--Ma io non so come si mangia—

En este restaurante, muy modesto, y a poco de sentarme, irrumpió también el grupo hispanoamericano. Era mi sino. Y el insoportable americano, que ya empezaba a ser mi bestia negra, se enzarzó inmediatamente con otro caballero sobre no sé qué sandez.

La discusión se acaloraba y, para apaciguarlos, una señora del grupo le dijo muy solemne señalando con el dedo un cartel donde se leía: "Vietato sputare" (prohibido escupir):

--Atención señores: ¡prohibido disputar!
Y menos mal que no se le ocurrió una versión más libre.

Yo me había hecho el distraído para comer tranquilamente mi pasta asciutta de turno y beber mi Frascati, un excelente vino, bianco e leggero, que acababa de descubrir en Roma—todos mis descubrimientos fueron así, de cosas archisabidas--.

Pero, al salir el grupo, uno de sus componentes se acercó a mi mesa y me dijo con amabilidad y tono de misterio:
--Ya sé que usted es español...

El que me lo dijo también lo era, lo que me hizo pensar si es que los españoles, fuera de España se sienten miembros de una especial masonería.

Más tarde, buscando la Galería Borghese, me perdí por los jardines en que está enclavada. Estos jardines, pródigos en laureles y magnolias, son el más bello parque público de Roma, algo así como el Retiro romano. Los nombres de algunas de sus avenidas –de Bernadotte, de Madame Letizia—delatan la interferencia napoleónica.

Toda aquella zona fue propiedad de la principesca familia Borghese, a la que perteneció el cardenal Escipión Borghese, gran coleccionista que reunió, hace tres siglos, el núcleo de obras de la galería. Tiempo después era su dueño Camilo Borghese, el que caso con Paulina Bonaparte, y que más tarde cedería a su imperial y rapaz cuñado doscientos cuadros, en compensación a un efímero feudo en el Piamonte.

Esta galería es, por lo que se refiere a pintura, la más importante de Roma. Al entrar en ella, el ujier de la puerta me tomo –era la segunda vez que me ocurría por brasiliano; y al decirle yo que era español, exclamo sonriendo:
¡Arriba España!
Me dejo un poco asombrado, pero le conteste rápido e igualmente sonriente:
¡Y arriba Italia e tutto il mondo!

El museo guarda varias celebres esculturas de Bernini, un tanto aparatosas, pero de indudable fuerza. Su David me pareció "fusilado" del Joven Victorioso, de Miguel Ángel, que había visto en el palacio florentino de la Señoría.

Había también bastantes esculturas de Canova, mas amerengadas, como la de Paulina Bonaparte, que se dejó modelar recostada sobre un diván y cubierta semipudicamente –la mitad inferior del cuerpo--, en una pose que le atrajo acerbas críticas.

Canova fue un escultor-encrucijada: como neoclásico declarado llevo a su obra el ideal de belleza helénica, adaptada al gusto rococó de su tiempo; pero tambien arrastraba mucha sensualidad barroca, de Bernini sobre todo, y anticipo bastante la sensiblería romántica.

En pintura hay un buen numero de obras maestras de Andrea del Sarto, Caravaggio, Antonello de Messina, Tiziano...

El principe Paolo Borghese, el que vendio a principios de siglo esta galería al Estado italiano, decía que no lo habría lamentado si se le hubiera concedido permiso para vender en el extranjero un solo cuadro: el maravilloso Amor Sagrado y Amor Profano, de Tiziano. Este principe debía de ser un filántropo.

Vi allí también unas obras de Rafael, una de ellas la joven del Unicornio, pintura mas bien mediocre, de la que una curiosa radiografia expuesta al lado, muestra que el tal unicornio era, originariamente, un perrillo faldero, y que la primitiva fisonomía de la dama era un plagio bastante descarado de la Gioconda leonardesca.

Citaré, por ultimo, otras dos joyas de la galería. Un lienzo de Correggio, Danae, que muestra la sensualidad tierna y graciosa de todas las obras de este artista.

Correggio es el pintor máximo de esa especial cualidad del cuerpo femenino denominada morbidez, es decir, de esa apariencia que ofrece todo lo que es a la vez muelle y consistente, de lo que es suave con elasticidad.

La otra ya es el Cantor Apasionado, de Giorgione, una pintura de unos matices rojos tan ardientes que semeja el reflejo un incendio. Giorgione como ya creo que indique, era un apasionado de la música, y este cuadro suyo tiene algo de llamarada musical.
(sigue...)